Por Bruno Cardinale para TAPA DEL DÍA Tengo 32 años. Nací y me crié en Pergamino. Y si hay algo que no me olvido, es de cómo era antes caminar por esta ciudad. Porque Pergamino era eso: caminar. Salías a hacer un trámite y tardabas una hora porque te cruzabas con cinco personas que conocías. Te saludaban por el nombre, te preguntaban por tus viejos, te contaban algo del barrio. Todo eso pasaba en dos cuadras. Yo me crié jugando en terrenos baldíos con los pibes del barrio. Con una pelota que ya no picaba que comprobamos en el todo $2, pero alcanzaba. Nos juntábamos en la esquina, armábamos dos equipos, y jugábamos hasta que la vecina salía a gritarnos porque le habíamos volado la planta. Y nos íbamos riendo, claro. Porque eso también era parte del juego. Después, venía la hora del mate con la abuela. Sentados en la vereda, en reposera, viendo pasar la vida. No hacía falta mucho más. No había Netflix ni redes. Había tiempo. Tiempo de verdad. Y cercanía. Esa sensación de que la ciudad era una sola familia extendida. Hoy Pergamino creció. Y me alegra. Pero también me duele un poco decir que ya no nos conocemos todos. Que hay calles donde nadie saluda. Que los chicos no se agrupan en la vereda, que muchos ni saben quién vive a una casa de distancia. Que estamos todos más para adentro, más en piloto automático. No lo digo con nostalgia barata. Lo digo porque me preocupa. Porque no quiero que nos acostumbremos a vivir así. Tan cerca… y tan lejos. Yo no quiero un Pergamino perfecto. Quiero uno más humano. Donde se pueda volver a decir “hola” sin que parezca raro. Donde las plazas tengan charlas. Donde los barrios vuelvan a sentirse como parte de algo. Donde ser vecino no sea una formalidad, sino un vínculo real. Porque ser de Pergamino no es solo haber nacido acá. Es sentir que, pase lo que pase, esta ciudad te abraza. Y si alguna vez lo hizo, puede volver a hacerlo. Solo tenemos que animarnos a mirar al otro un poco más.